Hey, honey, take a walk on the wild side…
Reflexiones en torno a la obra de Víctor Hugo Bravo
Inés R. Artola
No pienso que el hombre tenga la más mínima posibilidad de arrojar un poco de luz sobre todo eso sin dominar antes lo que le aterroriza. No se trata de que haya que esperar un mundo en el cual ya no quedarían razones para el terror, (…). Se trata de que el hombre sí puede superar lo que le espanta, puede mirarlo de frente.
Georges Bataille
(El erotismo, 1957)
La dominación en todas sus vertientes (género, política, estado, religión, sociedad) transpira bajo todas y cada una de las obras de Víctor Hugo Bravo. Solo hay que ir levantando capas, abriendo o desgarrando tejidos, hasta que por fin sale a flote, tras todos sus camuflajes, directos o subliminales. Una vez la descubrimos, en ese preciso momento, nos damos cuenta que hemos perdido los guantes, que el escalpelo se ha escurrido entre las manos, que las manchas no se irán tan fácilmente, que ya no regresaremos igual al punto de partida. La perversión del género humano-sutil, escondida, retorcida- sale a la palestra, en crudo. Y al asomarnos a ella, ya no hay vuelta atrás: solo nos queda mirar de frente, como nos recordaba Georges Bataille, a la desgarradora obra de VHB. En pocas palabras, un paseo por el lado más salvaje de la vida.
La metáfora sexual del poder se cita de forma implícita en la obra de Víctor Hugo Bravo. Nos muestra cómo, en realidad, estamos hablando siempre de lo mismo, cómo podemos experimentarlo a cada paso. Y es que el abuso de poder nos rodea a diario. Como si se tratase de un código BDSM sin pacto alguno entre dominador y dominado. Todos los preceptos de democracia, de derechos, de respeto, son arrojados por la borda. Algo que hiere, algo que roza con lo pornográfico en el sentido etimológico del término. Lujuria y poder son visiones que van de la mano, como placer y muerte. Extremos que se rozan, de los que podríamos tomar nota para aprender sobre nuestra propia naturaleza.
Guerra, camuflaje
Calificada como una obra de un estilo “neo futurista satírico” por Hernán Pacuruco, el trabajo de Víctor Hugo Bravo nos habla de guerra, de violencia. Esa higiene del mundo que alababan los futuristas es aquí denunciada, pero empleando su mismo lenguaje: armas, camuflaje, ataques, puestos de defensa, inundan las salas y nos sitúan en el mismo centro de los sucesos bélicos en los que, conscientes o no, formamos parte.
Aunque la guerra que nos presenta VHB en su trabajo posee tanto una vertiente literal como una metafórica, planteándonos dos modos de guerra. La guerra literal podemos observarla en la virtualidad de nuestras pantallas durante la hora del almuerzo, sin que se contraiga ni uno de los músculos encargados de la digestión. No va con nosotros, estamos seguros, en casa. Los conflictos bélicos a pesar de las noticias, de los cientos de documentales, de las imágenes desgarradoras, son presentadas en una suerte de ficción de la que no queremos formar parte, que no va con nosotros. Como si la violencia real provocada por naciones, ideologías, religiones, fuesen hechos fabulados difíciles de asumir. La realidad que no aceptamos a pesar de su cercanía.
La otra guerra (entendida como enfrentamiento, como ataque violento) es la que sucede a pie de calle todos los días y viene provocada por ideologías inculcadas desde la infancia que basan su filosofía en el poder y el sometimiento. Desde la religión a la política, pasando por la educación, el contacto con el otro, el río de la vida de cada uno. Esa guerra tampoco la vemos, no queremos verla. Nos comparamos con el otro y nos pavoneamos de ser civilizados. La distancia es tan corta que la imagen de nosotros, de nuestro mundo, queda distorsionada. Es difícil verla, más aún sin un aparato crítico que nos ayude a divisarla. Pero existe, no podemos engañarnos sobre su presencia: el sistema, la publicidad, el modo de vender y de venderse es tan violento como una guerra a sangre fría. Nos hiere, pero sin dejar manchas de sangre. …las heridas van por otro lado.
Víctor Hugo Bravo es, sin embargo, consciente de ambas: por el pasado que le tocó vivir y por el presente filtrado a través del estado específico de sensibilidad del artista. Podremos pensar que la guerra ya no está, o que no queremos verla. Podemos, claro, silbar y continuar en el engaño. Pero lo cierto es que la guerra continua, no ya entre Este y Oeste, no solo entre Norte y Sur, sino en todos los polos y direcciones, atacando la esencia del ser humano. La violencia subliminal es nuestro pan de cada día, se trata de una guerra camuflada.
Como las pinturas de camuflaje que actúan como pátina en muchas de las obras de Víctor Hugo Bravo. Una pátina que iguala todo, que uniforma la realidad, que la cubre por completo. Al denotar ese encubrimiento, las formas de los objetos poseen una presencia más sólida, más penetrante. Como si aquí el camuflaje fuese de intención inversa: en lugar de ocultar, resalta, tal vez por eso que cuando se tapa un objeto se evidencia con más fuerza su potencia.
El camuflaje, además, en su misma razón de ser consiste en una emulación formal de la naturaleza, solo que la naturaleza ya nos queda demasiado lejos, está completamente desterrada de nuestra cotidianidad. El paisaje para el ser humano se convirtió en la metrópolis, la ciudad, como culmen de nuestros avances. Sin embargo esa máquina adorada por los futuristas, colmada de esperanza y fe en el desarrollo y evolución tecnológica, ha pasado a ser un ente oscuro, cuyo estado latente no hace sino transpirar violencia.
Metrópolis en negativo
La ciudad de Víctor Hugo Bravo es negra, está llena de peligros y amenazas. El sueño de progreso se desintegra para dar paso a la pesadilla de la destrucción. La ciudad no es ya un ente optimista que se desarrolla en sintonía con la sociedad, con sus necesidades y avances. Ha pasado a ser interpretada por el artista desde el otro lado, en negativo, como fruto de manipulaciones, de violencia, de abuso de poder. Un reflejo del poder burgués que aniquila los preceptos de igualdad, que impone su poder, que muestra su cara más cruel.
El abuso de poder efectuado no hace sino demostrar ante nuestros propios ojos la falta completa de discurso, el vacío que esconde toda esa pomposidad, toda voluptuosidad rubeniana que a fin de cuentas nos plantea la violencia latente de una lucha entre animales que bien podría ser entre los propios hombres. De ahí que en la ciudad de Víctor Hugo todo sea negro, excepto el blanco para blanquear no ya dinero, sino personas, instituciones, grandes lugares e hitos.
La destrucción y violencia implícitas entran así en una suerte de espiral en la que los objetos, las personas, el mundo alrededor, no hace más que auto destruirse en la metropólis, como si fuera una especie de auto canibalismo. Luego de ser destruida, vuelve a aparecer, como recuperada de las cenizas del Fénix pero sin ceremonia grandilocuente que la acompañe: más que una resurrección espectacular, asistimos a un grotesco salir de las cenizas. Objetos hechos con deshecho, readaptados o toscamente ensamblados. Negros y con aire brutalista explícito, entran en contraste y enfrentamiento con los frutos burgueses del lienzo y sus pretenciosas dimensiones.
La ciudad aquí se presenta como lectura inversa de la promesa de futuro, progreso y modernidad convirtiéndose en una maquinaria diseñada para la autodestrucción.
Cómic
Existen también dejes pop en la obra de Víctor Hugo Bravo. Una estética de cómic, de ciencia ficción, de héroes que más que nacer del barro parecen haber surgido de ese basural que hemos construido entre todos. Pop en el reconocimiento de iconos que no hacen sino inculcar estados de poder.
Y en algo más, algo ya con doble pliegue: en su hacer empleando las mismas herramientas que se utilizan para el objeto denunciado, los mismos mecanismos en objetos, imágenes, e instalaciones, de reconocimiento en todo lo que nos rodea cuando nos adentramos en las salas con su obra. Y es que lo que más tiene de arte crítico la tendencia pop es precisamente emplear iconos reconocibles por el común de la sociedad para, sirviéndose de ellos, denunciar precisamente asuntos sociales y políticos. Pero en lugar de ser un arte críptico, se desenmascara: el objeto denunciado se presenta con sus mismas formas, sin tapujos, de un modo que cualquiera puede reconocer lo que sucede. La cara menos banal del pop, esa que pocos supieron saber que existía pero que se convirtió y, continua siendo su arma más potente.
Touché. Víctor Hugo Bravo emplea estas mismas armas aliñados con gotas barroquizantes, de enrevesadas y aparentemente caóticas composiciones. Enrevesadas como el pensamiento de la violencia. Enrevesado como el alma del hombre. Sin las connotaciones de epicureísmo y lujo de Rubens, pero también utilizando la vertiente sensual que en el caso del artista chileno se torna monstruosamente amenazante.
Objetos, deshechos y juguetes despojados de inocencia.
Demos un paso más adelante pero sin avanzar. Sin subir sino más bien bajando, para situarnos en el mismísimo suelo. Allí donde permanecen latentes muchos de los objetos que expone Víctor Hugo Bravo. Un ras de suelo que puede ser símbolo de democracia, de ironía, de anarquismo o de todo a la vez. Un lugar en donde se encuentra todo lo sucio, porque ya no es la tierra. Es, simplemente, suelo.
Objetos que representan poderes pero que aquí qedan a un mismo nivel. Altares que no lo son, como ese bodegón del zapato viejo mironiano pintado en plena guerra civil española, en donde ya no hay mesa, todo queda en el suelo, donde ya no hay suculentos manjares, sino comida podrida y una botella incandescente. A ras del suelo,… más bajo no se puede caer. Eliminando poderes y alineándolos en un albedrío que no es sino el que les ha visto nacer: armas, iconos religiosos, cómics, juguetes, todo al tiempo, porque todos los une. Como un anti- rompimiento de gloria barroco, una acumulación que, a mínimo que la analicemos, engendra un sentido: el absurdo del fetichismo cuando reconocemos esos símbolos que rozan lo kitsch, que nos hablan de la crueldad enmascarada y nos dice mucho de nuestra ingenuidad al creernos sus mentiras.
Objetos que son también juguetes, pero que ya perdieron su inocencia a tierna edad. El mundo de la infancia amenazado desde la cuna. Al tiempo, se recupera esa seriedad de los niños al jugar nietzscheana y que acomete Víctor Hugo Bravo cuando se pone a trabajar y transforma deshechos en objetos estéticos que más que hablar, nos gritan, más que tocar, nos desgarran. Ensamblages rudos pero honestos. La madera, como elemento base, natural, …material que prende fuego rápidamente. Como si todo ya anduviera en llamas a nuestro alrededor. Juguetes que pueden matar. Y, ¿qué hace ese carrito de niño con colores de camuflaje de guerra?, ¿no es acaso situar al hombre, desde un mismísimo principio, en un estado de guerra o, más bien, en su propio estado de guerra?
Yo, bestia
El hombre es también uno de los leitmotiv más constantes en la obra de Víctor Hugo Bravo, pero no en el canon renacentista que digamos. Se acabaron las alabanzas a todos sus logros e inteligencia. Aquí lo que se nos muestra es la otra cara de nuestra naturaleza, violenta implícitamente, perversa, sin condescendencia. El hombre, sí, aparece en la obra de Víctor Hugo Bravo, pero como una silueta, una sombra, arrancado de su absurdo antropocentrismo. Aparece como ser monstruoso, a caballo entre lo humano y lo animal. Yo, bestia. Aquella capaz de desquitarse de su conciencia, de actuar a sangre fría, como un animal. Solo que la diferencia entre hombres y animales consiste en que en nuestro diccionario la palabra crueldad, dominación, poder, nos son conocidas y las empleamos con toda conciencia, mientras que para el animal les son completamente ajenas, respondiendo tan solo a un instinto. Si los renacentistas se empeñaron en legitimar el poder de construcción del hombre, Víctor Hugo Bravo se encarga de legitimar su poder de destrucción.
El cuerpo humano, como tal, como objeto, aparece también con frecuencia fragmentado en su obra. Sin embargo, ya no es una fragmentación que goce de esa exquisitez surrealista sino que ahora más bien se plantea como segmento descuartizado, maltratado. Y de entre todos los fragmentos de nuestra anatomía, la cabeza (único miembro imprescindible) aparece incansablemente en la obra de Víctor Hugo Bravo. Despojada del cuerpo, expuesta y dispuesta para el espectáculo. Decapitaciones en masa de personajes anónimos, símbolos de poder que permanecen erguidos solo por unos frágiles bastidores. Títeres, peleles, a punto de caer en una inestabilidad alarmante. Iluminados con neones o abandonados en la más terrible de las penumbras. Después de mirarlas un rato cara a cara, encontramos en ellas una suerte de aterrador espejo. Podría ser la cabeza de cualquiera de nosotros…
Coda abyecta
Lo viscoso, lo crudo, lo abyecto, lo violento, se dan cita en una escenografía perversa. Pero es algo que no debiera extrañarnos, pues a fin de cuentas son categorías estéticas a la orden del día. Si Víctor Hugo Bravo las muestra tal cual, nuestra cotidianeidad se encarga de camuflar todas esas realidades. Existen, lo sabemos, pero otra cosa es que no queramos verlo y nos quedemos en una espiral (la otra, la más común, la de nuestro mundo y todos los poderes que soportamos) atrapados. Es una cuestión de elección.
Si hace ya más de siglo y medio, Rimbaud repudió a la belleza sentada a sus rodillas, Víctor Hugo Bravo ahora la tira directamente al suelo y le apunta con un arma. Son los tiempos que corren, el lado más salvaje de la vida…